La victoria de Ollanta Humala en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, el último 5 de junio, ha salvado al Perú de la instalación de una dictadura que, amparada por una mayoría electoral, hubiera exonerado al régimen de Fujimori y Montesinos (1990-2000) de los crímenes y robos que cometió, así como de los atropellos a la Constitución y a las leyes que marcaron ese decenio. Y hubiera devuelto al poder a los 77 civiles y militares que, por delitos perpetrados en esos años, cumplen prisión o se encuentran procesados. Por la más pacífica y civilizada de las formas –un proceso electoral– el fascismo hubiera resucitado en el Perú.
“Fascismo” es una palabra que ha sido usada con tanta ligereza por la izquierda, más como un conjuro o un insulto contra el adversario que como un concepto político preciso, que a muchos parecerá una etiqueta sin mayor significación para designar a una típica dictadura tercermundista. No lo fue, sino algo más profundo, complejo y totalizador que esos tradicionales golpes de Estado en que un caudillo moviliza los cuarteles, trepa al poder, se llena los bolsillos y los de sus compinches, hasta que, repelido por un país esquilmado hasta la ruina, se da a la fuga.
El régimen de Fujimori y Montesinos –da vergüenza decirlo– fue popular. Contó con la solidaridad de la clase empresarial por su política de libre mercado y la bonanza que trajo la subida de los precios de las materias primas, y de amplios sectores de las clases medias por los golpes asestados a Sendero Luminoso y al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, cuyas acciones terroristas –apagones, secuestros, cupos, bombas, asesinatos– las tenían en la inseguridad y el pánico. Sectores rurales y lumpen fueron ganados mediante políticas asistencialistas de repartos y dádivas. Quienes denunciaron los atropellos a los derechos humanos, las torturas, desapariciones y aniquilamiento masivo de campesinos, trabajadores y estudiantes acusados (falsamente en la mayoría de los casos) de colaborar con el terrorismo, fueron perseguidos e intimidados, y sufrieron toda clase de represalias. Montesinos prohijó la floración de una “prensa chicha” inmunda, cuya razón de ser era hundir en el oprobio a los opositores mediante escándalos fabricados.
Los medios de comunicación fueron sobornados, extorsionados y neutralizados, de modo que el régimen sólo contó con una oposición en la prensa minimizada y en sordina, la necesaria para jactarse de respetar la libertad de crítica. Periodistas y dueños de medios de comunicación eran convocados por Montesinos a su oscura cueva del Servicio de Inteligencia, donde no sólo se les pagaba su complicidad con bolsas de dólares, también se les filmaba a escondidas para que quedaran pruebas gráficas de su vileza. Por allí pasaban empresarios, jueces, políticos, militares, periodistas, representantes de todo el espectro profesional y social. Todos salían con su regalo bajo el brazo, encanallados y contentos.
La Constitución y las leyes fueron adaptadas a las necesidades del dictador, a fin de que él y sus cómplices parlamentarios pudieran reelegirse con comodidad. Las pillerías no tenían límite y llegaron a batir todas las marcas de la historia peruana de la corrupción. Ventas de armas ilícitas, negocios con narcotraficantes a quienes la dictadura abrió de par en par las puertas de la selva para que sus avionetas vinieran a llevarse la pasta básica de cocaína, comisiones elevadas en todas las grandes operaciones comerciales e industriales, hasta sumar en diez años de impunidad la asombrosa suma de unos seis mil millones de dólares, según cálculos de la Procuraduría que, al volver la democracia, investigó los tráficos ilícitos durante el decenio.
Esto es, en apretado resumen, lo que iba a retornar al Perú con los votos de los peruanos si ganaba las elecciones la señora Keiko Fujimori. Es decir, el fascismo del siglo XXI. Este ya no se encarna en esvásticas, saludo imperial, paso de ganso y un caudillo histérico vomitando injurias racistas en lo alto de una tribuna. Sino, exactamente, en lo que representó en el Perú, de 1990 a 2000, el gobierno de Fujimori. Una pandilla de desalmados voraces que, aliados con empresarios sin moral, periodistas canallas, pistoleros y sicarios, y la ignorancia de amplios sectores de la sociedad, instala un régimen de intimidación, brutalidad, demagogia, soborno y corrupción, que, simulando garantizar la paz social, se eterniza en el poder.
El triunfo de Ollanta Humala ha mostrado que todavía quedaba en el Perú una mayoría no maleada por tantos años de iniquidad y perversión de los valores cívicos. Que esta mayoría fuera apenas de tres puntos pone los pelos de punta, pues indica que las bases de sustentación de la democracia son muy débiles y que hay en el país casi una mitad de electores que prefiere vivir bajo una satrapía que en libertad. Es una de las grandes tareas que tiene ahora en sus manos el gobierno de Humala. La regeneración moral y política de una nación a la que, el terrorismo de un lado y, del otro, una dictadura integral, han conducido a tal extravío ideológico que buena parte de él añora el régimen autoritario que padeció durante diez años.
Un rasgo particularmente triste de esta campaña electoral ha sido la alineación con la opción de la dictadura del llamado sector A, es decir la gente más próspera y mejor educada del Perú, la que pasó por los excelentes colegios donde se aprende el inglés, la que envía a sus hijos a estudiar a Estados Unidos, esa “elite” convencida de que la cultura cabe en dos palabras: whisky y Miami. Aterrados con los embustes que fabricaron sus propios diarios, radios y canales de televisión, que Ollanta Humala reproduciría en el Perú la política de estatizaciones e intervencionismo económico que ha arruinado a Venezuela, desencadenaron una campaña de intoxicación, calumnias e infamias indescriptibles para cerrarle el paso al candidato de Gana Perú, que incluyó, por supuesto, despidos y amenazas a los periodistas más independientes y capaces. Que estos, sin dejarse amedrentar, resistieran las amenazas y lucharan, poniendo en juego su supervivencia profesional, para abrir resquicios en los medios donde pudiera expresarse el adversario, ha sido uno de los hechos más dignos de esta campaña (por ejemplo, destaco la labor realizada por la publicación digital La Mula). Así como fue uno de los más indignos el papel desempeñado en ella por el arzobispo de Lima, el cardenal Cipriani, del Opus Dei, uno de los pilares de la dictadura fujimontesinista, que me honró haciendo leer en los púlpitos de las iglesias de Lima, en la misa del domingo, un panfleto atacándome por haberlo denunciado de callar cuando Fujimori hacía esterilizar, engañándolas, a cerca de trescientas mil campesinas, muchas de las cuales murieron desangradas en esa infame operación.
¿Y ahora, qué va a pasar? Leo en El Comercio, el diario del grupo que superó todas las formas de la infamia en su campaña contra Ollanta Humala, un editorial escrito con gran moderación y, se diría, con entusiasmo, por la política económica que se propone aplicar el nuevo Presidente, la que ha sido celebrada también, en un programa televisivo, por directivos de la confederación de empresarios, uno de los cuales afirmó: “En el Perú lo que falta es una política social”. ¿Qué ha ocurrido para que todos se volvieran humalistas de pronto? El nuevo Presidente sólo ha repetido en estos días lo que dijo a lo largo de toda su campaña: que respetaría las empresas y las políticas de mercado, que su modelo no era Venezuela sino Brasil, pues sabía muy bien que el desarrollo debía continuar para que la lucha contra la pobreza y la exclusión fuera eficaz. Desde luego, es preferible que los nostálgicos de la dictadura escondan ahora los colmillos y ronroneen, cariñosos, a las puertas del nuevo gobierno. Pero no hay que tomarlos en serio. Su visión es pequeñita, mezquina e interesada, como lo demostraron en estos últimos meses. Y, sobre todo, no hay que creerles cuando hablan de libertad y democracia, palabras a las que sólo recurren cuando se sienten amenazados. El sistema de libre empresa y de mercado vale más que ellos y por eso el nuevo gobierno debe mantenerlo y perfeccionarlo, abriéndolo a nuevos empresarios, que entiendan por fin y para siempre que la libertad económica no es separable de la libertad política y de la libertad social, y que la igualdad de oportunidades es un principio irrenunciable en todo sistema genuinamente democrático. Si el gobierno de Ollanta Humala lo entiende así y procede en consecuencia, por fin tendremos, como en Chile, Uruguay y Brasil, una izquierda genuinamente democrática y liberal y el Perú no volverá a correr el riesgo que ha corrido en estos meses, de volver a empantanarse en el atraso y la barbarie de una dictadura.
versão em português: aqui.
publicado originalmente no La República
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